La realidad nos ahoga, el día a día es rutinario, la certeza de nuestro fin nos abruma. Si no fuera por la sonrisa de aquella adolescente que un día nos enamoró, hace veinte, treinta o quien sabe ya varios años, no podríamos tirar adelante. En el fondo de la memoria, todo el mundo tiene una historia que contar, una historia interesante y única. El problema es que todos queremos contarla, y nos importa un rábano la historia de los otros. Queremos contar la nuestra, recordarla, adornarla, deformarla, aunque sea una ficción, una historia de amor con la protagonista de una película que no pasó nunca. Y quizá sí, porque como decía aquel filósofo irlandés, no somos sino lo que recordamos, lo que queremos recordar, aunque sea mentira. Es la paradoja del mundo contemporáneo, incomunicados en la era de la comunicación. Y en cambio, como nos sorprenderíamos si, simplemente, fuéramos capaces de poner la oreja y escuchar.